Buscad un mapa mundial. Intentad colocar en él los conflictos bélicos más recientes que conozcáis. Seguro que no faltan Irak, Libia y Siria, y solo por ser los más mediáticos. Ahora, pensad por un momento qué tienen de especial estos territorios. Habéis acertado: los dos primeros tienen importantes reservas de petróleo y gas, y el tercero, una posición inigualable para garantizar su transporte y distribución desde Oriente Medio hacia Occidente.
Por seguir con asuntos noticiables, pasemos ahora a Venezuela, que vive una situación de desestabilización social y política importante. La mayoría de democracias occidentales no solo asumen que se trata de un régimen dictatorial, sino que han reconocido la autoproclamación —unilateral y sin ningún efecto legal— de un nuevo presidente. A lo mejor este dato es menos conocido, pero da la casualidad de que este país lidera las reservas mundiales de crudo.
En su vecina Colombia, cuya democracia no se cuestiona, en 2018 fueron asesinadas 146 personas por sus luchas sociales, relacionadas con movimientos campesinos y de defensa del territorio: 58 eran, además, indígenas, y 6 de ellas, mujeres. A finales de febrero de 2019, la cifra de asesinatos se elevaba a 18. Berta Cáceres, la líder hondureña conocida internacionalmente por su asesinato al abanderar las luchas contra los megaproyectos hidroeléctricos, es solo la punta del iceberg.
Seguramente no haya un ejemplo que explique mejor lo que David Harvey llama acumulación por desposesión que el acceso a los recursos energéticos. Y seguramente no haya ninguna corriente como la presente ola de feminismos que haya conseguido colocar en el centro del debate el punto de intersección en que se cruzan diferentes sistemas de dominación —patriarcado, capitalismo, colonialismo, racismo…—, con su variada gama de intensidad, generando un gradiente de vulnerabilidades del centro a la periferia.
Si tienes la mala suerte de ser mujer, haber nacido empobrecida, vivir en un país del Sur Global y, además, pertenecer a una minoría étnica, solo faltaba que tu territorio estuviese en el punto de mira de algún proyecto extractivista. Lo más probable es que te conviertas en una persona desplazada dentro de tu propio país, con apenas recursos o habilidades que poner en práctica en otros espacios ajenos a tu cultura. Si la violación de derechos humanos fundamentales que todo esto acarrea no parece suficiente, si decides quedarte, puede que termines en uno de los muchos barracones, casi funcionales a este tipo de proyectos, donde los operarios sacien sus ganas de sexo.
Quizá tu vida un día dio un vuelco con el estallido de una guerra que nos vendieron, como siempre ocurre, en nombre de la paz, pero escondía —nada disimuladamente— intereses geoestratégicos. Si tuviste suerte y saliste del país, quizá hayas formado parte de esas columnas migratorias que entran por tierra, o lo intentan por mar —convirtiendo al Mediterráneo en un cementerio sin flores, obituarios ni lápidas—, entrar en Europa. Quizá ahora ya estés muerta. Si has sobrevivido, seguro que no has sido ajena a abusos y agresiones sexuales que, si son habituales en condiciones ‘normales’, en conflictos colocan a las mujeres como trofeos de guerra. O quizá no te haya quedado más remedio que pagar tu viaje, despojada de todo, con lo único que te queda, tu cuerpo.
Quizá seas un poco más afortunada y hayas nacido en el Norte Global, pongamos que en España, que está en ese norte, pero un poco más al sur. Puede que hayas trabajado toda tu vida como una mula para sacar a la familia adelante, pero no hayas cotizado y, ahora, viuda y jubilada encabeces la lista —junto a las familias monomarentales— de personas que a duras penas pueden cubrir los gastos de suministros básicos, como calefacción o electricidad: ahora lo llamamos pobreza energética.
A la Unión Europea le cuesta mucho conseguir datos desagregados para analizar la perspectiva de género en el acceso a la energía, pero una combinación de bajos ingresos y viviendas poco eficientes —a ver quién invierte en aislamiento cuando le cuesta llegar a fin de mes— apuntan a la magnitud de esta brecha en un informe elaborado el año pasado. Solo en Barcelona, según un estudio de Ingeniería Sin Fronteras, el 70% de las subvenciones otorgadas para paliar la pobreza energética tuvieron como beneficiarias a mujeres.
Si la crisis se ha encargado de adelgazar el sector público, por no decir que se han paralizado de facto las políticas de igualdad; si las mujeres amortiguan en los hogares las necesidades de cuidados que el Estado desatiende; si todas esas tareas les restan oportunidades laborales, si cuando acceden al mercado de trabajo ocupan los sectores más precarios, si cuando alcanzan trabajos bien remunerados, aún así, cobran menos que sus pares varones; si los recursos energéticos son bienes de mercado, en lugar de gestionarse como bienes comunes de primera necesidad… es lógico que a las mujeres les resulte más difícil hacer frente a estos gastos.
Tú no eres indígena, ni pobre, no has tenido que migrar, ni te has visto obligada a prostituirte, posiblemente trabajas y puedes pagar tus facturas de luz y gas sin problema. Pero abres el periódico y ya ni te sorprende ver solo trajes y corbatas en los consejos de administración de los oligopolios energéticos, aunque puede que te ofenda que no se tenga ni siquiera la deferencia de buscar e invitar a expertas en este ámbito a conferencias, y puede que tu indignación salte cuando el Gobierno convoque una Comisión de Expertos para la Transición Energética, con 14 hombres y ni una sola mujer, y hasta firmes un manifiesto para denunciar ‘En Energía, no sin mujeres’.
Puede que hasta formes parte de una de las cooperativas de comercialización de energías renovables que están surgiendo en el Estado español, porque crees que colectivamente se pueden cambiar las cosas. Y has llegado hasta aquí solo para decir que eso no basta. Te falta decir que eres una privilegiada —en toda esa larga gradación de vulnerabilidades— porque mañana tienes derecho a huelga, y además, cuentas con compañeros de trabajo y socios cooperativistas que cubrirán por ti ese derecho.
Te falta decir que, cuando se es consciente de los privilegios que atesoras, el derecho se convierte casi en deber. Y mañana querrás, y tendrás, que ir a las movilizaciones masivas para gritar por la abuela que quizá ni se haya enterado, por la empleada de hogar que no pueda ni plantearse ir, por la migrante a la que no has sabido hacerle llegar el trasfondo de esta huelga y te vea como una marciana empode… ¿qué?, por las desplazadas en sus territorios, por las desplazadas por las guerra que sustentan tu estilo de vida. Mañana toca gritar con la energía de todas ellas, por la transición hacia un mundo donde quepan todos los mundos posibles.